Bellezas prestadas.

La colección nacional de reproducciones artísticas.


Bellezas prestadas. La colección nacional de reproducciones artísticas.

Bolaños, María.
eISSN 2253-797X

Citation: Bolaños, María (2013) "Bellezas prestadas: La colección nacional de reproducciones artísticas". Culture & History Digital Journal 2(2): e025. doi: http://dx.doi.org/10.3989/chdj.2013.025

Copyright: © 2013 CSIC. This is an open-access article distributed under the terms of the Creative Commons Attribution-Non Commercial (by-nc) Spain 3.0 License.

Submitted: 4 August 2013; Accepted: 9 September 2013.

RESUMEN: 

Del papel de la copia en la historia del arte; de los museos de reproducciones artísticas en Europa y de la colección española fundada a fines del siglo XIX; del fenómeno de la copia en la antigua Roma y en los sucesivos renacimientos y recuperaciones de lo antiguo que han pautado la tradición occidental; de las paradojas históricas y conceptuales que encierra la reproducción de esculturas; de la incorporación de la colección nacional de vaciados a los fondos del Museo Nacional de Escultura.

 

ABSTRACT: 

Borrowed Beauties: The National Collection of Artistic Reproductions.- 

The role of the copy in the history of art; museums of art reproductions and the Spanish collection at the end of the 19th century; the phenomenon of the copy in ancient Rome and in the successive rebirths and recoveries of the classic in the Western tradition; historical and conceptual paradoxes that encloses the reproduction of sculptures; the incorporation of the national collection of casts to he National Museum of Sculpture.

 

Toda obra realizada por un hombre puede ser copiada por otros hombres.

La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica.

W. Benjamin.

 

PREÁMBULO

En 1506, apareció por azar en una viña romana el grupo escultórico del Laocoonte, una obra mítica hasta entonces desaparecida, pero de la que Plinio ya había hablado, ubicándola en el palacio de Tito. Tanto esta mención como el episodio de la Eneida de Virgilio, en que se describe la historia de este sacerdote troyano asesinado por los dioses por advertir a sus compatriotas de las trampas tendidas por el enemigo, habían sido leídas con avidez por humanistas y artistas, que admiraban la escultura sin haberla visto jamás.

Así que cuando fue descubierto este inolvidable grupo, en el que el padre se retuerce en una espiral mortífera emparejada con las curvas de las serpientes que aprisionan y muerden los miembros de sus cuerpos torturados en máxima expresión Plinio!", exclamó Giuliano de Sangallo—, se desencadenó súbitamente una literatura de elogios, lo que en sí mismo era novedoso, porque suscitaba un ambiente de opinión pública hasta entonces ignorado. 

En pocas semanas, y a pesar de no saberse casi nada sobre esta escultura, los romanos asistieron a la invención de una obra maestra, ante la que desfilaron varios días y noches. La estatua, que fue comprada por el Papa, trazaba un antes y un después en la historia del arte: inauguraba el primer museo del mundo —el Belvedere vaticano—, "demostraba" la supremacía de la escultura sobre la pintura gracias a su expresividad, iba a ser reutilizada por la Contrarreforma como la cumbre del dolor cristiano y, sobre todo, se iba a convertir en el centro de una teoría de las emociones. Mil veces citado, copiado y parodiado, Laocoonte inspiró en los artistas ideas, formas y sentimientos, colonizando la memoria visual europea (Settis, 1999).

La decisión papal de comprarla obligó a todos cuantos aspiraban a poseerla, desde el rey de Francia hasta el Comune de Florencia, a conformarse con réplicas, esto es, con vaciados en bronce o en escayola. 

El más célebre fue el bronce hecho por un artista de renombre, Primaticcio, para el castillo de Fontainebleau, residencia del rey de Francia, Francisco I: fue el llamado "Laocoonte negro". La copia, la primera importante de una obra antigua, causó sensación en toda Europa. 

Abría la posibilidad de que las joyas de la Antigüedad fuesen accesibles para artistas, aristócratas o eruditos, y convirtió esta forma subsidiaria de arte en un hecho familiar de abrumadora magnitud, en el que los artistas participaban activamente en un ambiente de rivalidad. 

Vasari cuenta, por ejemplo, cómo Bramante ordenó a Sansovino que modelase un Laocoonte en cera, para fundirlo en bronce, encargo que ofreció también a Zaccheria di Volterra, al español Alonso Berruguete y a Vecchio da Bologna. 

Cuando concluyeron sus réplicas, Rafael juzgó que Sansovino, aun siendo joven, había superado de largo a los demás. Desde entonces, el destino de la estatua quedó indisociablemente unido a sus reflejos, imitaciones, copias y alusiones, haciéndola cada vez más célebre y alzándola sobre un pedestal imaginario que la volvía inalcanzable y lejana, sedimentando sobre ella interpretaciones y lecturas (Settis, 1999: 5).

Desde ese día, la práctica de la copia fue inseparable, en la vida cultural europea, de la difusión de la Antigüedad (figura 1). 

 

 

Figura 1. W. Pether (a partir de J. Wright de Derby), Tres hombres admirando el Gladiador a la luz de una vela, 1769. Col. Francesç Furiò. Reproducido con autorización.

Uno y otro fenómeno fueron esenciales en la modernidad surgida con el Renacimiento: sucesivas generaciones de humanistas y creadores confiaron en que todo avance cultural se lograba volviendo a los clásicos, y esta íntima familiaridad fue solo posible gracias a su infinita reproducción (Barkan, 1999: 2–26). 

Esta diferencia no era relevante, pues poseer una copia en yeso del Laocoonte o de la Venus Médicis era un signo de distinción, que exigía pericia técnica, costes elevados, dificultades en el transporte y complicadas negociaciones diplomáticas a fin de conseguir la licencia del propietario para su reproducción. Así que, en la práctica, el arte antiguo y la técnica del vaciado nacieron y vivieron asociados, en una relación de mutua dependencia (Haskell y Penny, 1990).

Y es que la Antigüedad no es, ni ha sido casi nunca, una época cualquiera de la cultura europea, una simple etiqueta cronológica: se ha constituido, por derecho propio, como una de las señas de identidad de nuestra tradición, un tema-río, una corriente poderosa que se ensancha a media que se aleja de su origen (Cambiano, 1994: 21), un proyecto ético y artístico de fuerza contagiosa con la que sucesivas generaciones de artistas, eruditos y aficionados han revivido los ideales de los Antiguos, en un regreso constante y periódico, marcado por enfoques distintos: la continuidad, la imitación, la distancia, el estudio y, también, la repulsa (Settis, 2004; Pontiggia, 1998). 

Las conquistas de cada época —renacimiento, manierismo, barroco, neoclasicismo—, maduradas y asumidas, eran, a su vez, legadas a la generación siguiente que reelaboraba su herencia con nuevas adquisiciones y pequeñas rupturas (Cuzin et al., 2000). Como resumió A. Warburg lacónicamente, cada época tiene la Antigüedad que se merece (Warburg, 2010).

 

UN MUSEO DE MUSEOS.

Pero en las décadas finales del siglo XIX, en una fecha imprecisa, este sistema saltó por los aires: era un fenómeno minoritario aún, pero que anunciaba los cambios que iban a irrumpir una generación más tarde. Entre los artistas más avanzados, la Antigüedad empezó a perder su autoridad prescriptiva y la tradición grecolatina dejo de ser el único mundo a imitar. 

Se instauró entre artistas, escritores o intelectuales un ambiente de revuelta contra el pasado, una impaciencia experimentalista y se decretó el final de la subordinación a la tradición como un valor intocable y superior. Era algo más que la rebeldía generacional del discípulo contra el maestro. La tradición ya no era un cimiento reconfortante, sino una carga pesada, "un fardo invisible y oscuro", según las palabras de Nietzsche, que doblaba la espalda del hombre moderno.

Fue entonces, en el contexto de esa crisis, de esa imperiosa necesidad de olvido, cuando, paradójicamente, se difundieron en todo el mundo occidental los museos de reproducciones artísticas, destinados a presentar las obras maestras de las grandes civilizaciones. 

Respondían a un modelo nunca probado, pues, si en todo museo sus obras de arte habían tenido una vida anterior (colecciones principescas, objetos de sociedades científicas, obras devocionales expropiadas a la Iglesia, etc.) y habían sido desplazadas de su lugar de origen, de su contexto y de su función inicial, estos eran los únicos cuyas colecciones se habían fabricado ex nihilo, como objetos de museo desde su nacimiento; una auténtica rareza institucional, una forma "pirata" de museo, que alcanzó un gran éxito.

Éxito debido, en primer lugar, a que se trata de un tiempo aún dominado por la utopía del universalismo enciclopédico, por los alardes de las Exposiciones Universales y, en los museos, por el afán de "tenerlo todo", de inventariar todo lo que se produce en los talleres del espíritu humano, por encima de valores secundarios, como la autenticidad.

En segundo lugar, porque en la apreciación de la obra de arte primaba la idea, la "cosa mentale", y no su plasmación material: la Venus de Médicis "está por igual" en el original que se exhibe en la Tribuna de los Uffizi como en la réplica que presidía las sesiones de la Sociedad de los Dilettanti, en el Londres ilustrado. 

Las réplicas que abundan en las colecciones desde el Renacimiento hasta el siglo XIX se entienden como referencias ideales de la perfección y la belleza, como visiones platónicas, donde lo que importa es la Idea. Por eso, Carpeaux llevó a rezar a su prometida, en 1869, ante los vaciados de la obra de Miguel Ángel en la capilla de la Escuela de Bellas Artes.

Y, en tercer lugar, influyó la obsesión por la conciencia histórica que domina, claro está, la centuria; su extrema sensibilidad por los problemas del Tiempo, por la necesidad de conocer el pasado: el siglo XIX cultivó el amor por la ruina, inventó la arqueología, el concepto de patrimonio, la idea de monumento, el revival arquitectónico, la pintura de historia y la misma arqueología.

El pasado es entendido como autoridad y saber puro; y, también como salvación, como medida interna para cada curso temporal. Quizá sirviese, por añadidura, para compensar tantas novedades de los nuevos tiempos —el ferrocarril, el proletariado o las lámparas de gas—; lo cierto es que buena parte de la imaginación del XIX se encerró a solas con un montón de muertos, para recorrer hacia atrás el curso de la Historia.

De modo que crear museos-facsímil era una iniciativa plena de sentido y vigor. Y las capitales europeas (Berlín, París, Londres, Múnich, Copenhague) fundaron estos museos al calor de la oleada de anticomanía arqueológica, dedicados con entusiasmo como estaban al estudio de papiros, monedas, pirámides y Venus romanas. A medida que se iban haciendo nuevos hallazgos, y que estos llegaban a las salas de los museos, los talleres de copias fabricaban réplicas de semejantes tesoros, ahora prestigiosos.

Su función no consistía solo en instruir; buscaba, también, adoctrinar. Estas "bellezas prestadas" no admitían objeciones; apelaban a un pasado ejemplar, inmóvil de hecho. Adoctrinaban estéticamente, fijando modelos de imitación que garantizaban la excelencia; adoctrinaban políticamente, fomentando el orgullo de las raíces europeas y del genio nacional; adoctrinaban, en fin, socialmente contra toda tentación de romper con el pasado (figura 2).

 

 

Figura 2. Copista en el Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, hacia 1900. Autor desconocido.

En España, la más excelente colección de copias fue la formada para el Museo Nacional de Reproducciones Artísticas (Almagro, 2000). 

Fue una iniciativa política propiciada por Cánovas del Castillo, un político cuyo programa ideológico era decididamente moderado (figura 3).

 

 

Figura 3. Salón principal del Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, en el Casón del Buen Retiro. Autor desconocido. © Museo Nacional de Escultura. Reproducido con autorización.

Sin embargo, en la compleja vida cultural de este período de nuestra historia, el proyecto respiraba un perfume indudablemente "krausista", que se enmarca en el contexto del reformismo educativo encarnado por la Institución Libre de Enseñanza, que, en su ideario pedagógico, entendía que el cultivo de la sensibilidad artística es el camino de la moral. 

La modernización cultural del país —su "desafricanización", como la llamó Costa— exigía un sistema de instrucción basado, no en el seco aprendizaje teórico de los libros, sino en el contacto directo con los objetos del conocimiento: el paisaje, las obras de arte, los monumentos, y en consecuencia, el excursionismo, las lecciones in situ ante castillos, iglesias y palacios, las visitas a museos. 

Y al calor de ese ideal, dos grandes instituciones, el Museo Pedagógico Nacional (el gran proyecto de Cossío) y el Museo de Reproducciones Artísticas representaban esa ambición en el campo museístico. 

No por azar coinciden en la fecha de fundación (en torno a 1880), y en su misión, pues, cada uno en su esfera, estaban inspirados por el afán de democratizar el saber. Que, además, se designase director al granadino Juan Facundo Riaño —conservador del Museo Arqueológico Nacional, y uno de los intelectuales con más autoridad de la Institución Libre de Enseñanza, y de reconocido prestigio europeo—, y que se ubicase en un edificio noble como el Casón del Buen Retiro (1877) indican a primera vista las ambiciones y esperanzas que se depositaban en esta institución. 

Riaño viajó por toda Europa para adquirir copias en las colecciones más representativas de los museos europeos, empezando por los ciento cincuenta y seis vaciados de las esculturas del Partenón, base inicial en la creación del Museo, ampliada enseguida con los grupos del Lacoonte, la Alegoría del Nilo o la Gigantomaquia del altar de Pérgamo. 

El Museo destacó enseguida por la calidad de sus fondos, procedentes del British Museum, del Louvre, del Arqueológico de Nápoles, o de los Museos Capitolinos, realizados en los talleres de reputados formadores —es decir, de los responsables artísticos de todo el proceso de reproducción de la pieza—, ingleses, alemanes e italianos y también españoles. Son estos los Brucciani, Hoffmann, Scognamiglio, Arrondelle, Christofle, Trilles, WMF, etc.

En 1892, en coincidencia con el IV Centenario del Descubrimiento de América, se añade una sala de arte renacentista y medieval; y, en 1897, para dar una visión total y más completa del arte clásico, se instala en un patio cubierto del edificio una sección de Arte Oriental (asirio-caldeo y egipcio) y griego arcaico. 

Poco a poco, en las décadas siguientes, y en estrecha dependencia con las recuperaciones estilísticas que se producen entre finales del siglo XIX y principios del XX, los fondos irán abarcando un arco cronológico y geográfico amplísimo, del Egipto faraónico a la Cantoría de Donatello, del arte ibérico al Pórtico de la Gloria o la Roma de Bernini, del Berruguete vallisoletano al Copenhague de Thorvaldsen, de la Micenas de Agamenón al Doncel de Sigüenza (Mélida, 1915). 

Poseía el Museo no solo escayolas, sino además bronces, papel, fotografías, relieves, galvanoplastias y todas las formas de la reproducción mecánica que el siglo XIX, el de las innovaciones técnicas ponía al servicio de la divulgación social y educativa (figura 4).

 

 

Figura 4. Talía. Litografía de pintura pompeyana. Museo Nacional de Escultura. © Museo Nacional de Escultura. Reproducido con autorización.

Pero ese fulgor fue breve (Almagro, 2000; Mélida, 1915). 

En cierta manera la institución nacía, como sus homólogos europeos, tarde; y pronto empezó a perder el favor y el interés del público. En realidad, eran el canto del cisne de toda una tradición.

El ideal que los había inspirado —la subordinación a la tradición como un valor intocable y superior— declinaba ya, empezando a ser sustituido por el ansia de novedad y olvido que caracteriza a la década de 1920. 

Y se enfrentaban de hecho a serios competidores: a la fotografía, un medio mecánico de reproducción asequible; a la facilidad y costumbre de los viajes, que permite a determinadas clases medias visitar los grandes museos europeos; y a un nuevo clima artístico e intelectual a finales del siglo XIX y principios del XX, que abominaba de la imitación de lo antiguo como criterio de excelencia estética, lo que hacía inservible la pasada asiduidad a los templos de la tradición, que se veían suplantados ahora por los museos antropológicos, donde descubrían, en la escultura africana o oceánica, un mundo lleno de lecciones muy vivas.

Y, sobre todo, se enfrentaba a una deslegitimización imparable. Desde las primeras décadas del siglo XX, la copia artística, que había gozado de plena legitimidad, empezó a verse como un epifenómeno degradado. En su lugar, se implantó con fuerza un culto a la obra de arte original y única, considerada como una reserva incuestionable de autenticidad. 

El espectador moderno veía en la copia una falacia ante la que solo se podía sentir desapego y decepción o casi un efecto de fraude, porque se presentaba bajo el disfraz de "lo mismo", cuando se trataba al contrario de algo distinto. En suma, era la no-obra de arte por excelencia. Y se convirtió además, por contagio, en un capítulo censurado en las Historias del Arte.

En el caso español, el museo fue languideciendo, abandonado por la Dirección General de Bellas Artes. En un desesperado informe fotográfico de 1957, Lafuente Ferrari, su director, daba cuenta de cómo la humedad iba pudriendo los materiales, desconchando muros, techos, cornisas y pavimento, y estropeando las instalaciones, producto del abandono y de la ausencia de los más elementales recursos de conservación (figura 5).

 

 

Figura 5. Fotografías del informe de Lafuente Ferrari sobre el estado de la colección en el Casón, hacia 1957. © Museo Nacional de Escultura. Reproducido con autorización.

En 1961 abandonó definitivamente el Casón. Empezó entonces una trayectoria tortuosa que ha durado medio siglo, con continuos cambios de sede, con sus piezas perdidas en los traslados, o sometida a pésimas condiciones de conservación. 

En esta peripecia destacan algunos proyectos incumplidos, como la construcción de una sede nueva en la Ciudad Universitaria de Madrid (que terminará por destinarse a Facultad de Bellas Artes), mientras se instalaba parte de la colección en el Palacio de América, del que será expulsado en 1983. 

Un segundo destino fallido fue el Centro de Arte Reina Sofia, concebido inicialmente como un espacio cultural polivalente, pero que terminó por tener el destino hoy conocido. A fines de los noventa se traslada toda la colección a los garajes al MEAC (Museo Español de Arte Contemporáneo), y se organiza una antología de su sección clásica que estará expuesta al público entre 1991 y 2001, año en que regresa a los almacenes al ser el edificio destinado a Museo del Traje (figura 6). 

 

 

Figura 6. La colección de reproducciones en el almacén del Museo del Traje. © Museo Nacional de Escultura. Reproducido con autorización.

Los últimos años este museo, en los oscuros sótanos, han sido los de un silencio total, salpicados, una vez más, de intentonas fallidas de reinstalación y recuperación de su función pública: en el Museo de Etnología (1995), en el Palacio del Capricho (1998), en el edificio de Tabacalera (2004).

Ninguna de estas prosperó (Fernández, en prensa). Y aunque sus colecciones hayan estado custodiadas, se hayan inventariado y ocasionalmente se hayan prestado a exposiciones temporales, terminó por convertirse en una "bella durmiente" —sin dotación, sin apenas personal, sin sede propia, y, sobre todo, sin público, y hasta sin futuro—, reducido a una existencia tan nominal como invisible: un no museo.